Esta historia tuvo lugar en Edimburgo (Escocia).
En la mitad del siglo XIX, cuando la pésima economía de Gran Bretaña ahogaba a Jonh Grey (Jock), un humilde jardinero, el dedo de la urgencia le mostró el camino del escape de la miseria. Y para darle un vuelco a sus penurias con su familia se estableció en la capital.
Era mala época para la jardinería, por lo que Jock archivó el cuidado de las plantas y se decantó por el cuidado de los vecinos, haciéndose policía. Y, remando contra el viento, convirtiendo en elástica la paga, exprimió cada moneda hasta lograr que su familia pisara terrenos de estabilidad. Sin embargo, a la vida familiar le faltaba un elemento que completar su arraigo y alegrara la dureza de aquellos años. La palabra adopción se asiló en los corazones. A los pocos días un perrito hizo su entrada en la casa.
Era un skye terrier (raza canina originaria de la isla de Skye, de reconocida lealtad y carácter extrovertido). Lo llamaron Bobby. Y Bobby, tal vez pensando en aliviar la diaria lucha por el pan, devino en compañero inseparable de Jock; donde iba el hombre, cual una sombra peregrina el chucho lo seguía. La afinidad definió al dúo: uno sin el otro no podían vivir. Jornada tras jornada Bobby acompañó a John en su labor policial, participando de las patrullas como un agente más. La tierna amistad atrajo la simpatía de todos. Bobby obtuvo el reconocimiento de los otros policías, siendo querido y respetado cual un camarada integrado en el cuerpo.
En 1860, un capitán de la Marina británica visitó Edimburgo, y la impresión positiva de ciudad culta, con bonitas edificaciones y suntuosas obras de arte, se enturbió por un detalle; la población usaba relojes y había relojes en los edificios públicos, pero todos marcaban una hora distinta. Un año después, y gracias a su mediación, la anomalía se subsanó. A fin de que todos pudieran ajustar el suyo, todos los días a las trece horas en punto, desde la explanada del Castillo de Edimburgo se disparaba una serie de cañonazos (costumbre que se mantiene hasta hoy).
La amistad de Jock y Bobby fue de corto recorrido. En el interior del hombre residía un poderoso enemigo. Una endémica enfermedad que le afectaba los pulmones, y que en aquel tiempo su nombre producía espanto. ¡La tuberculosis lo convirtió en difunto el 15 de febrero de 1858!
Por expreso pedido de los compañeros de John, los deudos accedieron a enterrarlo exactamente a las trece horas. El sargento Scott, con el ánimo tiritando en un sollozo, disparó el cañón despidiendo al amigo. Fue el único homenaje que recibió John Grey en su concluyente partida. Lo enterraron en el pequeño cementerio cercano a la iglesia de Greyfriars (Iglesia Presbiteriana).
Sin lógica que apuntalara el entendimiento, Bobby se ocultó entre las sepulturas y ahí se quedó. Las horas pasaron palpitando en la inmovilidad del sitio. Al oscurecer, con la dicha recluida en el recuerdo y el silencio fustigando su fragilidad, se echó sobre la tumba del amigo. El plomo del pesar lo abatía. Era invierno. El cielo soltaba lágrimas de nieve en la noche aterida, y esculpía la superficie con algodones congelados. El perrillo amoldó al suelo su insonora presencia, y su mirada recorrió las tinieblas como esperanza sin destino. El césped encharcado, las lápidas en pie, y la arboleda sobrecogedora, escoltaban su honda desolación. Se durmió.
James Brown, el anciano jardinero de la iglesia y también cuidador del cementerio, a la mañana siguiente halló al perro durmiendo arriba del sepulcro. La escena le cortó la respiración. Su vista cansada se anegó ante tamaña demostración de amor. Bobby abrió los ojos. La humedad agazapada en el aire convirtió su despertar en gélido desperezo. Sólo los latidos de su corazón musicando el recorrido de la sangre, componían la savia de su aliento.
El viejo James, aunque perforado por la pena, obedeció las ordenanzas (por anuencia general hallábase prohibido el acceso de perros a la necrópolis) y lo espantó. Bobby permaneció rondando por las cercanías. Cuando se hizo la noche, regresó. Al despuntar de la subsecuente jornada, la figura del animalito acostado encima de la fosa, se estampó delante del sorprendido mirar del señor Brown. Día tras día se fue repitiendo la escena, derivando en una suerte de ritual; James Brown lo expulsaba y con la oscuridad Bobby volvía. Se acomodaba sobre el túmulo, y en el gélido regazo del ambiente se dormía. La baja temperatura lo castigaba con su inclemencia, pero él resistía el álgido ataque; entibiando la tumba y pidiéndole piedad al acoso invernal. Al alumbrar el otro día, James Brown se acongojaba delante del tembloroso ovillo de pelo acurrucado en la fosa, como si desafiando al frío le pasara su calor al cadáver del amigo.
La familia de John Grey venía a por él. Incluso, el sargento Scott intentó adoptarlo. Pero todo cuajaba en intento inútil; el perrillo huía a la necrópolis y se instalaba en el amplexo de la sepultura. Asimismo hubo vecinos residentes en las proximidades, que por las noches lo llevaban a sus casas. Mas, el perrito se sentía preso y aullaba lastimosamente, hasta que le permitían volver al túmulo del inolvidable Jock.
En esos años difíciles, el pan giraba en torno a un solo trabajo de largas horas y corta paga. Sin embargo, el bueno de James Brown se jugó el puesto y dejó que Bobby se quedara. El admirable gesto del anciano afloró la sensibilidad de la gente, que arriesgándose a duras sanciones, premiaron la fidelidad del perrillo arrimándole comida y agua tibia.
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